El Letraherido
- oinsideart
- 26 nov 2024
- 5 Min. de lectura
«Creo que llegué a saber miles de términos de memoria. Un día descubrí una que me cautivó por su evocador significado, y que me sugería un momento de serenidad, incluso de catarsis, ese instante en que todo se detiene: conticinio».

Mi padre era un gran lector y devorador de historias, un letraherido, ese es sin duda el adjetivo que mejor define su desmedida pasión por la literatura. Murió con un libro entre las manos, una obra de Víctor Hugo que estaba leyendo obnubilado mientras se apeaba de un tranvía en San Feliu. Por culpa de su descuido al cruzar los raíles sin mirar, el vagón que circulaba en sentido contrario le arrolló. Los pocos transeúntes que se encontraban cerca acudieron a socorrerle, pero nada se pudo hacer para salvar su vida. Curiosamente, el título de la novela que estaba leyendo era El último día de un condenado a muerte. El fatídico accidente fue muy similar al acontecido en la intersección de las calles Gran Vía y Bailén de Barcelona, que causó el óbito de Antonio Gaudí en junio de 1926.
Mi madre me relató en muchas ocasiones que mi padre no tuvo caballos, ni carroza, ni un gran cortejo fúnebre como el del insigne arquitecto. El suyo fue un infausto sepelio, al que tan solo acudieron dos compañeros de trabajo del taller de calzados. Uno de ellos, Rodrigo, se convirtió cuatro meses más tarde en mi futuro padrastro. Y digo futuro, porque nací tan solo un mes después, de que mi madre dejase su reciente estado de viudedad, para convertirse, dada la nefasta situación económica, en la esposa de un zarrapastroso al que aún recuerdo con animadversión. Sin embargo, en parte le debo a él quien soy ahora. Trabajo en la Real Academia Española. Me apasionan los vocablos y su etimología. Mi madre me puso el nombre de Hugo, en recuerdo de aquella “maldita” novela, para que nunca olvidase ser prudente.
—¡Vamos mocoso! Te levanto el castigo ¡sal de tu cuarto! —gritó Rodrigo con esa voz grave que le caracterizaba y que cuando estaba ebrio, es decir, cada noche, alarmaba a los vecinos, esos que le negaban el saludo.
—No voy a cenar —aseveré mientras bajaba la mirada—. Prefería seguir leyendo mi diccionario, que era la única riqueza que poseía y el gran legado de mi padre.
***
Muchos años antes, en abril de 1970, despidieron al muchacho que repartía los encargos de la fábrica de zapatos de Llobregat. Solicitaron a mi progenitor que dejase su puesto en el taller de piel para ocuparse de las entregas en las tres zapaterías más prestigiosas de la comarca.
—¿Viene usted de la fábrica Le Chat?
—Sí, le traigo el pedido.
—Bien, pase al almacén y deje las cajas encima de la mesa.
Mi madre me relató que aquella zapatería que en su escaparate exhibía una lujosa colección de calzados de moda, en la trastienda escondía infinidad de anaqueles repletos de libros. Mi padre se quedó maravillado observando los volúmenes. Algunos de ellos tenían vistosas encuadernaciones de piel labrada y parecían muy valiosos.
—Le ha sorprendido ¿verdad?. Este local era la antigua librería de mi abuelo.
—¡Es impresionante! Si yo tuviera la oportunidad, leería cada uno de los ejemplares que aquí atesora —comentó avergonzado de ser un simple operario—. ¡Ojalá mi salario me permitiese algo más que pagar facturas… compraría solo libros!
—Pues elija alguno de ellos y considérelo un préstamo, puede restituírmelo cuando me entregue el próximo pedido.
Así fue como mi padre empezó a leer libros sin descanso. De día trabajaba cortando suelas y distribuyendo los encargos. Por la noche, cuando casi todas las luces de las viviendas se apagaban, el filamento de una bombilla del comedor permanecía encendido durante horas. Leer se convirtió en una obsesión.
Un día el comerciante le ofreció un presente extraordinario, acababa de comprar la edición número diecinueve del voluminoso diccionario de la RAE y le regaló su viejo ejemplar a aquel hombre afable que amaba los libros.
—Está un poco desencuadernado, pero seguro que usted le sacará un buen partido.
Eso es todo lo que mi madre me contó del único libro que quedó en nuestro hogar. Mi padrastro vendió las once novelas que mi padre poseyó, todas ellas obsequios del propietario de la zapatería. En cuanto al diccionario, aquel burdo personaje que malgastaba su dinero en licor, pensó siempre que un libro tan viejo no tendría el más mínimo valor, así que me permitía tenerlo en mi cuarto. Yo crecí entre las páginas de esa magnífica recopilación de palabras que, con sus descripciones, hacían más llevadera una infancia llena de avatares y golpes, esos que me propinaba Rodrigo. Me vapuleaba reprochándome el gran parecido que había heredado de su antiguo colega.
—¡Sabandija! Tienes la expresión de tu padre y como él, no me llegas a la suela del zapato.
Yo nunca le rebatía, me quedaba a solas durante horas escudriñando mi diccionario. Memorizaba las palabras más bonitas como inefable, sempiterno o barlovento. Estudiaba todas las definiciones posibles, desde las más sencillas, hasta las más rimbombantes. Creo que llegué a saber miles de términos de memoria. Un día descubrí una que me cautivó por su evocador significado, y que me sugería un momento de serenidad, incluso de catarsis, ese instante en que todo se detiene:
conticinio
Del lat. conticinium.
1. m. p. us. Hora de la noche en que todo está en silencio.1
Nunca olvidaré aquel domingo del mes de marzo. Llevaba dos días encerrado en mi habitación, por culpa de haber roto en un descuido las gafas de mi padrastro. Al ocaso escuché a mi madre litigar con ese infame borracho. Ella intentaba que me permitiese salir del cuarto.
—Mañana, tiene escuela, ¡no puede seguir ahí encerrado!
Los gritos retumbaban por las paredes. Discutieron durante horas. Yo, que entonces tenía ocho años, dos meses y cuatro días, no me atreví a salir de mi dormitorio por miedo a agravar la situación. De todos modos la puerta estaba cerrada a cal y canto. Se oyó un golpe seco y algo cayó al suelo causando un gran estrépito. Después los ruidos cesaron. Minutos más tarde, escuché con recelo como la llave giraba en el ojo de la cerradura. Rodrigo apareció bajo el umbral, tenía el semblante de un espectro. Se encontraba muy pálido y me parecía menos alto de lo que recordaba. Observé que sus manos estaban ensangrentadas. Grité horrorizado. Aquel bellaco salió huyendo del apartamento. Encontré a mi madre desvanecida sobre el embaldosado de la cocina. Tenía una brecha en su frente, y de ella brotaban las gotas de sangre como un reguero. Respiraba con cierta dificultad. Durante la pelea se había golpeado contra la esquina de la mesa. Llamé por teléfono para pedir ayuda y me senté junto a ella a esperar, asiendo con fuerza su mano derecha. Nunca más me ha llegado a horadar un miedo como aquel que me paralizó en aquellos instantes. Sentí el manto del silencio apoderarse de cada esquina. No era capaz de oír nada, solo la voz del vacío. Pensé en la palabra conticinio y me di cuenta horrorizado de que su significado se había transfigurado, y que aquella ya no era la hora de la noche en que todo está en silencio, que yo siempre idealice.
Mi madre se recuperó y por ventura no volvimos a ver al miserable de Rodrigo. Aún conservo con esmero, mi dilecto y desvencijado diccionario.
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1 23.ª Edición. Diccionario de la lengua española. 2014
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Relato “El Letraherido” de Artha Moreton.
Publicado en la Antología: Detrás de los libros. Editorial Chocolate. ©2023
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