El secreto de Darwin
- oinsideart
- 7 may 2024
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El científico inglés era un hombre entregado, perseverante, concienzudo, escrupuloso en cada uno de sus trabajos...

Foto: Dictionnaire iconographique des orchidees :.Bruxelles :Imp. F. Havermans, 1896-1907.
Patrick Murphy acababa de graduarse en la Universidad de Cambridge con un brillante expediente académico. Aquello sin duda le hubiera permitido dedicarse a la investigación en cualquiera de las ramas de su especialidad de medicina. Sin embargo, fue citado por uno de los catedráticos para proponerle convertirse en el ayudante de Charles Robert Darwin, el renombrado naturalista que desde 1859 había revolucionado los conceptos sobre la biología y el proceso evolutivo de las especies. El científico inglés era un hombre entregado, perseverante, concienzudo, escrupuloso en cada uno de sus trabajos, tanto en su despacho, como en las expediciones alrededor del mundo que realizó durante décadas. Detallaba siempre en sus cuadernos de campo y diarios las particulares características de las especies que antes no habían sido observadas, configurando sus teorías sobre la evolución. La tarea que Murphy debía ejecutar era la catalogación de los diarios inéditos de Darwin. Durante sus innumerables viajes recababa tantas anotaciones y datos que aquella estancia parecía una jungla de documentos que invadían cada rincón.
***
Cuando Patrick entró por primera vez en aquel despacho de Down House, descubrió una impresionante biblioteca de dos pisos que albergaba una inconmensurable colección de tratados. No fue sencillo adaptarse a aquel trabajo que le exigía interminables horas de estudio de todos los documentos y libros desperdigados por aquella habitación llena de grandes ventanales, en la que crecían una gran variedad de orquídeas entre los papeles y los tomos desorganizados. Darwin cuidaba con esmero aquellas plantas originarias de Madagascar y se detenía durante mucho tiempo a contemplarlas, como si una extraña melancolía le invadiese al observar aquellas flores de belleza frágil e inefable. El científico además cambiaba a menudo las cosas de sitio, rebuscando entre infinidad de libros sus anotaciones de las nuevas ideas, lo que suponía para Patrick, un continuo volver a empezar con los inventarios y la catalogación de los libros.
Una mañana en que Charles estaba sentado frente a su escribanía, le confió un secreto a Murphy del que seguramente hubiera preferido no haber tenido jamás conocimiento.
—Patrick, toma esta llave, aparta esas macetas. Abre esa puerta junto a la librería de la derecha.
Murphy se preguntaba siempre qué guardaba el científico detrás de aquella pequeña puerta que apenas se vislumbraba entre las orquídeas.
—Allí encontrarás mi legado. Sólo tú conocerás su existencia.
—¡Profesor Darwin, no comprendo qué quiere usted decir! Si se refiere a cuadernos de campo que aún no han sido publicados, debería enviárselos a su editor.
—No me has entendido, estimado Patrick, no se trata de ninguno de mis apuntes sobre «El origen de las especies»1 o de otro «Diario de investigaciones»2. Lo que te confío es una parte de mi esencia y tú tendrás que decidir qué hacer con todo lo que descubras.
Murphy no sabía si Darwin bromeaba, pero, tras pronunciar aquellas palabras, el anciano se mostró un tanto apesadumbrado. Los últimos días tenía un carácter algo voluble, que su ayudante achacó a su malestar por los síntomas de una afección cardíaca que acarreaba desde hacía muchos años.
Abrió la puerta del armario y descubrió una pequeña maleta, que parecía haber viajado cientos de kilómetros, pero que aún estaba en aceptables condiciones. Supuso que contenía algo de gran valor.
—Quiero que la guardes a buen recaudo y que la abras tan solo tras mi fallecimiento.
Aquellas palabras helaron la sangre de Patrick, pero decidió no hacer preguntas y prometió respetar la voluntad de su mentor. Esa misma tarde, Murphy se encaminó a un banco de Charing Cross para esconder aquel objeto en una caja fuerte.
***
Veinte meses más tarde, cuando un infausto 19 de abril de 1882 avisaron al ayudante del empeoramiento de la salud de Charles, este se dirigió a la casa familiar. Llegó a Down House demasiado tarde y no pudo despedirse de aquel gran hombre que tanto admiraba. Patrick se preguntó entonces si no debía entregar aquello, que el naturalista le había confiado, a su querida esposa o a cualquiera de los ocho hijos supervivientes —de los diez que tuvieron en común—, pero aún desconocía el misterioso contenido y no quería faltar a su promesa.
***
Pasaron tres meses sin que se armase de valor para ir a buscar la maleta de cuero con correas rojas. Atravesó medio Londres cargando aquel bulto y llegó a su actual oficina, ese modesto lugar en el que ahora trabajaba como traductor de revistas científicas. Estaba solo, aun así, cerró con llave la puerta para refugiarse y tuvo que forzar la cerradura de aquel objeto que perturbaba su descanso desde hacía tanto tiempo.
Lo primero que descubrió al abrir la maleta fue un pañuelo blanco con un elegante ribete. El encaje estaba amarillento, como si se hubiera manchado con alguna sustancia. Se dio cuenta en seguida de que escondía algo en su interior y lo descubrió con cautela. Se trataba de seis orquídeas blancas y una séptima de color rosáceo que al secarse debió teñir el tejido. Junto al pañuelo encontró un legajo de cartas escritas con una delicada letra, sin duda trazada por una mano femenina. El papel de las misivas parecía bastante reciente. De pronto imaginó que podían ser cartas de índole romántica y eso le hizo sentir muy incómodo. Murphy estimaba mucho a la señora Darwin: Emma era una mujer inteligente y culta, con la que siempre resultaba muy agradable conversar. Ahora temía estar descubriendo un oscuro secreto que no deseaba custodiar. Dejó a un lado las cartas y encontró un cuaderno de tapas de piel verde labradas con decoraciones florales. En la portada se hallaba impreso el término «Herbarium»3 con la misma caligrafía que se veía escrita en las cartas, y estaba firmada con las siguientes palabras: «Con cariño, Emily». Al abrir el cuaderno encontró un delicado herbario, en el que habían dispuesto infinidad de plantas con sus nombres anotados en cursiva. Comprendió entonces que Charles se intercambiaba correspondencia con una misteriosa mujer. No había direcciones en los sobres. Las misivas debieron llegar a través de algún mensajero. Luego encontró otros manuscritos que le descubrieron el lado más insólito y pasional de su estimado maestro. En las cubiertas de los cuadernos se repetía el mismo título: «Poesías para la señorita Dickinson». Abrió el primero sigilosamente y de este cayó un papel con el siguiente mensaje:
Estimado Patrick,
Si lees estas líneas, te ruego que no malinterpretes la naturaleza de estos poemas, si bien, confieso adorar a la deliciosa criatura que un día me escribió interesándose por mis trabajos sobre las orquídeas. Se trata de una mujer americana apasionada por la botánica, a la que he aprendido a querer, aun sin nunca haberla encontrado personalmente. Soy un hombre casado y padre de familia. Nuestra relación es tan solo epistolar. Ella es casi treinta años más joven que yo y, sin embargo, ¿cómo no amar a una poetisa de su talento? Te ruego que reduzcas a cenizas todo el contenido de esta maleta, incluidos mis poemas. Te la entregué porque yo soy incapaz de destruir tanta belleza.
Murphy leyó cada carta, cada poema y casi sin aliento, encendió un fósforo.
1. El origen de las especies. 1859. Charles Darwin.
2. Diario de investigaciones. 1839. Charles Darwin.
3. Herbarium. 1839 -1846. Emily Dickinson.
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Relato “El secreto de Darwin” de Artha Moreton.
Publicado en la Antología: Detrás de los libros. Editorial Chocolate. ©2023
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